Una
historia sobre cómo Jesús nos enseña a tener un corazón humilde y dispuesto.
Esa
noche, la cena fue muy especial. Había en la atmósfera un aire a santidad que
no quería dejarnos ni un solo instante. No lo sé, no podría explicarlo
claramente.
Sentados
alrededor de la mesa, comiendo en silencio, esa cena nos pareció la más
importante de todas las cenas que hemos tenido en nuestra vida. Intentamos
vivir muy intensamente lo que significaba la venida de Dios al mundo, su
inmenso amor que hizo que muriese sobre la cruz para salvarnos.
De
repente, aquél a quien estábamos celebrando, se puso delante de nosotros.
¿Pueden imaginar cómo nos sentimos? Dios mismo estaba parado frente a nosotros,
mirándonos. Su ternura y amor nos envolvió inmediatamente mientras que Él se
inclinaba hacia nosotros. Luego se arrodilló y dijo: "Te escogí a ti para
lavarte tus pies porque te amo".
No
podía creerlo, Dios estaba frente a mí, de rodillas. Me sentí totalmente
avergonzado hasta que mis ojos se encontraron con los de Él. Tocó mis pies, los
sostuvo en sus fuertes y cálidas manos y los lavó.
Todavía
puedo sentir el agua corriendo por mis pies. Todavía puedo sentir sus manos
sobre ellos. Todavía puedo ver su mirada en mis ojos.
Luego,
mientras secaba mis pies con la toalla me dijo: "Así como yo lo he hecho
contigo, tú debes hacerlo con los demás. Aprende a inclinarte. Aprende a
arrodillarte. Aprende a que tu amor y ternura envuelve a todos los que te
conocen. Lava sus pies no porque tú lo tengas que hacer sino porque tu quieres
hacerlo".
"Así
como yo lo he hecho, tú debes hacerlo". Esas palabras permanecieron por
siempre en mi corazón, sonando una y otra vez. Entonces le dije: "Hay
muchos pies por lavar".
"No",
contestó suavemente. Sólo están mis pies. Lo que tu hagas por ellos, lo harás
siempre por mí.
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