Cuando era joven trabajaba en un centro vacacional; mis obligaciones eran atender la recepción en el turno nocturno y ayudar con los caballos en el establo. No me llevaba bien con el propietario, que desempeñaba las funciones de gerente; lo consideraba un dictador que sólo quería tener campesinos dóciles como empleados. A mis 22 años, acababa de salir de la universidad y expresaba mis puntos de vista sin rodeos.
Cierta semana, a los empleados nos dieron de comer todos los días lo mismo: dos salchichas, un montón de col agria y panecillos rancios. Para colmo, el costo de la comida se descontaba de nuestra paga. Yo estaba indignado.
La noche del viernes de aquella horrible semana me encontraba en la recepción a eso de las 11 cuando llegó el auditor nocturno. Fui a la cocina y encontré una nota, dirigida al jefe de cocineros, en la que se le informaba que debía servirnos a los empleados salchichas y col agria dos días más.
Esto me enfureció. A falta de un público mejor me quejé con el auditor, Sigmund Wollman.
Declaré a voz en cuello que iba a tomar un plato de salchichas y col, iba a despertar al propietario e iba a echárselo en la cara. Nada más faltaba que me dieran aquel comistrajo toda una semana y además me obligaran a pagar por él, y a mí no me gustaban las salchichas ni la col agria para comerlas un día más, y el hotel apestaba, así que iba a empacar para largarme.
Continué con este tenor unos 20 minutos, a grito abierto.
Subrayé mis palabras con golpes de matamoscas en el mostrador, puntapi és y maldiciones a discreción.
En tanto daba rienda suelta a mi berrinche. Sigmund Wollman permanecía sentado silenciosamente en su banco, mirándome con una expresión de tristeza.
Tenía buenas razones para verse apesadumbrado. Era un judío alemán que había sobrevivido tres años en el campo de concentración de Auschwitz. De constitución delgada, sufría de una tos pertinaz y le gustaba la soledad de su trabajo nocturno, porque le daba espacio intelectual, paz y tranquilidad. Además, podía ir a la cocina a tomar todos los bocadillos que quisiera: tantas salchichas y tanta col agria como se le antojara. Para él, un banquete. Lo mejor de todo era que nadie le decía lo que tenía que hacer. En Auschwitz había soñado con algo así. Yo, intruso en ese ámbito de sus sueños, era la única persona que veía. Su turno y el mío coincidían una hora.
Escúcheme, Fulghum, escúcheme. ¿Sabe cuál es su problema? No son las salchichas ni la col, y no es el patrón, ni el jefe de cocineros, ni este empleo.
Entonces, ¿cuál cree que es mi problema?
Mire, Fulghum, usted piensa que lo sabe todo, pero no conoce la diferencia entre un contratiempo y un problema. Si se rompe usted el cuello, si no tiene nada que llevarse a la boca, si su casa se incendia, esos sí que son roblemas. Todo lo demás es contratiempo.
La vida está llena de contratiempos.
Aprenda a distinguir los contratiempos de los verdaderos problemas; vivirá más.
Y no fastidiará a la gente, como me fastidia a mí. Buenas noches.
Pocas veces en la vida me ha golpeado la verdad con tanta fuerza. Allí, en aquella oscuridad nocturna, Sigmund Wollman me reprendió y al mismo tiempo abrió una ventana en mi mente.
Desde hace ya 30 años, cuando me siento presionado, cuando algo me tiene acorralado y estoy a punto de hacer una tontería en un arranque de furia, se me aparece aquel rostro apesadumbrado y me pregunta: ¿Es esto un problema o un contratiempo?
Yo lo llamo la Prueba de objetividad de Wollman. La vida está llena de nudos.
Un nudo en la madera, un nudo en la garganta y un nudo en una mamá no tienen la misma importancia. Hay que saber distinguirlos.
Robert Fulghum
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