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—¿Hacia
dónde te diriges? —le preguntó.
Sin
dejar de caminar, el gusanito contestó:
—Tuve
un sueño anoche: soñé que desde la cima de la gran montaña veía todo el valle.
Me gustó lo que vi en el sueño, y he decidido realizarlo.
El
duendecillo dijo, mientras lo veía alejarse:
—¡Debes
estar loco! ¿cómo podrás llegar hasta aquel lugar? ¡tú, una simple oruga! Para
alguien tan pequeño como tú, una piedra será una montaña; un pequeño charco, el
mar, y cualquier tronco, una barrera infranqueable.
Pero
el gusanito ya estaba lejos y no lo escuchó. De pronto se oyó la voz de un
escarabajo: —amigo, ¿hacia dónde te diriges con tanto empeño?
El
gusanito, jadeante, contestó:
—Tuve
un sueño y deseo realizarlo: subiré esa montaña y desde ahí contemplaré todo el
mundo.
El
escarabajo soltó una carcajada y dijo:
—Ni
yo, con estas patas tan grandes, intentaría una empresa así de ambiciosa —y se
quedó riéndose, mientras la oruga continuaba su camino.
Del
mismo modo, la araña, el topo, la rana y la flor aconsejaron a nuestro amigo
desistir
—¡No
lo lograrás jamás! —le dijeron.
Pero
en su interior había un impulso que lo obligaba a seguir. Agotado, sin fuerzas
y a punto de morir, decidió detenerse para construir con su último esfuerzo un
lugar donde pernoctar.
—Estaré
mejor aquí —fue lo último que dijo, y murió. Todos los animales del valle
fueron a mirar sus restos. Ahí estaba el animal más loco del valle: había
construido como tumba un monumento a la insensatez. Ese duro refugio era digno
de quien había muerto por querer realizar un sueño imposible.
No
había nada que decir, pues todos sabían lo que haría: se iría volando hasta la
gran montaña y realizaría su sueño. El sueño por el que había vivido, había
muerto y había vuelto a vivir.
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