Entre
los recuerdos de mi niñez flota aún este nombre, produciendo en mí cierta alegría retrospectiva .
Toda
la generación que estudió conmigo en la clase del eminente profesor M. Pampelune,
recuerda a Fouillón, y cuando al cabo de muchos años nos encontramos dos con
discípulos en la calle, no dejamos de decirnos:
—¿Te
acuerdas de Fouillón?
Este
personaje es legendario en los anales de nuestro antiguo colegio. Su historia se
ha transmitido de clase en clase, y vivirá tanto como las piedras del edificio.
La
clase de M. Pampelune era la más turbulenta del plantel y en ella todos nos divertíamos
a más y mejor.
El
sabio profesor era muy miope y esta circunstancia le impedía reprender
directamente al iniciador de las bromas de que le hacíamos víctima los sesenta
y tantos alumnos que escuchábamos su clase.
Y
cuando su legítima indignación iba a castigar a uno de nosotros, la clase
entera protestaba, exclamando:
—¡No
ha sido él!
—¿Pues
quién ha sido?
Fouillón
era el eterno culpable.
Un
día se nos ocurrió, a diez o doce alumnos, llevar en nuestras bolsas diminutos relojes
despertadores, cuyas campanillas preparamos para que sonaran a las tres de la
tarde.
A
las tres menos dos minutos, uno de los relojes, que sin duda se había
adelantado, empezó a sonar; esto produjo una carcajada general.
—¿A
quién pertenece ese objeto?, preguntó furioso M. Pampelune.
—¡A
Fouillón! —contestaron a un tiempo veinte voces.
Después
todas las campanas de los demás relojes iniciaron su repique y el profesor dijo
con tono severo:
—¿Dónde
está Fouillón? ¡Que se presente inmediatamente!
Uno
de nosotros contestó:
—Acaba
de salir en este instante.
No
era cierto, Fouillón aquel día había tenido que asistir al bautizo de un primo
suyo.
M.
Pampelune no insistió, ocupado en leer los temas de los alumnos.
Uno
de ellos, r idículamente escrito, pertenecía a Fouillón.
—Cuando
se escriben estos disparates, dijo el profesor, no hay derecho a presentarse en
clase.
Y,
en efecto, Fouillón no se hallaba en ella.
Al
día siguiente, durante la clase, entró el portero con un par de pollos para M.
Pampelune, que, según dijo, le enviaba la madre de Fouillón.
El
profesor no quiso aceptar el regalo.
No
había ni un solo día que no ocurriera algo grave, lo que todos achacábamos a la
maldad o a la torpeza de nuestro compañero.
Poníamos
castañas en la estufa para que estallasen con estrépito: soltábamos pájaros que
volaban por el salón; lanzábamos flechas de papel e inventábamos todo género de
diabluras.
Siempre
que M. Pampelune preguntaba quién había hecho aquello, veinte voces le
respondían:
El
profesor perdió el apetito y llegó a no conciliar el sueño sino con mucha
dificultad.
El
buen señor no sabía qué hacer con aquel alumno, cuya familia, por otra parte,
le agasajaba frecuentemente con exquisitas frutas, con conejos y liebres, con
golosinas y objetos bordados.
Por
eso, sin duda, no se atrevía a expulsar de la clase al rebelde Fouillón.
Tampoco
se atrevía a interrogarle, temiendo que todos nosotros nos burláramos.
La
miopía de M. Pampelune le impedía ver lo que se tramaba entre nosotros.
Dos
veces le dijo a Fouillón que se presentara al final de la clase, para
reprenderle aparte y para suplicarle que su familia cesara de hacerle
obsequios.
Pero
Fouillón, precisamente en aquellos días estaba enfermo, y aquellas mismas tardes
M. Pampelune recibía expresivas cartas en que se le pedía que perdonara las
faltas de asistencia del alumno.
Nuestra
clase era, pues, una clase épica, a causa de Fouillón.
Siempre
que se pronunciaba su nombre se oían estrepitosas carcajadas, que la indignación
de nuestro profesor no llegaban a calmar.
—¡Me
van a matar ustedes con ese Fouillón!, decía a veces M. Pampelune con doloroso
acento.
La
esposa del maestro llegó a participar de las preocupaciones y disgustos de su
marido.
Aquello
no podía durar. La salud de M. Pampelune se alteró visiblemente, de tal modo
que un día el director del colegio anunció a los alumnos que el profesor había
pedido una licencia por tres meses, para ir a respirar el aire al campo.
En
realidad el tal Fouillón no existía ni había existido nunca.
Era
una creación nuestra, favorecida por la miopía del profesor y por la gran
cantidad de alumnos que continuamente entraban a la clase de M. Pampelune.
Los
regalos y las cartas eran pura ficción que todos procurábamos mantener con
imperturbable constancia.
Cuando
al cabo de tres meses, M. Pampelune, completamente restablecido, reanudó sus
clases, quedó sorprendido al notar que no oía pronunciar el nombre del alumno
rebelde.
—¿Y
Fouillón? ¿Dónde está?
Una
voz cavernosa contestó en el fondo de la clase:
—¡Ha
muerto!
Todos
guardaron silencio.
—¡Pobre
muchacho!, exclamó enternecido M. Pampelune.
Y
el buen señor, siempre cándido y generoso, guardó silencio por espacio de unos
cuantos minutos.
Después,
con un gesto que fue una durísima lección para nuestra maldad, sacó un pañuelo
y limpió sus gafas humedecidas por las lágrimas que habían brotado de sus ojos.
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