Después de haber vivido decentemente en la tierra, mi
vida llegó a su fin. Lo primero que recuerdo es que estaba sentado sobre una
banca, en la sala de espera de lo que imaginaba era una Sala de Jurados. La
puerta se abrió y se me ordenó entrar y sentarme en la banca de los acusados.
Cuando mire a mi alrededor vi al fiscal, quien tenía una apariencia de villano
y me miraba fijamente, era la persona más demoníaca que había visto jamás.
Me senté, miré hacia la izquierda y allí estaba mi
abogado, un caballero con una mirada bondadosa cuya apariencia me era familiar.
La puerta de la esquina se abrió y apareció el juez, vestido con una túnica
impresionante. Su presencia demandaba admiración y respeto. Yo no podía quitar
mis ojos de él, se sentó y dijo, comencemos. El fiscal se levantó y dijo: “mi
nombre es Satanás y estoy aquí para demostrar por qué este individuo debe ir al
infierno”.
Comenzó a hablar de las mentiras que yo había dicho, de cosas
que había robado en el pasado cuando engañaba a otras personas. Satanás habló
de otras horribles cosas y perversiones cometidas por mi persona, y entre más
hablaba, más me hundía en mi silla de acusado.
Me sentía tan avergonzado que no podía mirar a nadie, ni
siquiera a mi abogado, a medida que Satanás mencionaba pecados que hasta había
totalmente olvidado. Estaba tan molesto con Satanás por todas las cosas que
estaba diciendo de mi, e igualmente molesto con mi abogado, quien estaba
sentado en silencio sin ofrecer ningún argumento de defensa a mi favor.
Yo sabía que era culpable de las cosas que me acusaban,
pero también había hecho algunas cosas buenas en mi vida, ¿no podrían esas
cosas buenas por lo menos equilibrar lo malo que había hecho? Satanás terminó
con furia su acusación y dijo: “este individuo debe ir al infierno, es culpable
de todos los pecados y actos que he acusado, y no hay ninguna persona que pueda
probar lo contrario. Por fin se hará justicia este día”.
Cuando llegó su turno, mi abogado se levantó y solicitó
acercarse al juez, quien se lo permitió, haciéndole señas para que se acercara,
pese a las fuertes protestas de Satanás. Cuando se levantó y empezó a caminar
lo pude ver en todo su esplendor y majestad.
Hasta entonces me di cuenta porque me había parecido tan familiar, era Jesús quien me representaba, mi Señor y Salvador. Se paró frente al juez y se volvió para dirigirse al jurado: “Satanás está en lo correcto al decir que este hombre ha pecado, no voy a negar esas acusaciones. Reconozco que el castigo para el pecado es muerte y este hombre merece ser castigado”. Respiro Jesús fuertemente, se volteó hacía su Padre y con los brazos extendidos proclamo: “Sin embargo yo dí mi vida en la cruz para que esta persona pudiera tener vida eterna, y él me ha aceptado como su Salvador, por lo tanto es mío”.
Mi Salvador continúo diciendo: “su nombre está escrito en
el libro de la vida y nadie me lo puede quitar. Satanás todavía no comprende
que este hombre no merece justicia, sino misericordia”. Cuando Jesús se iba a
sentar, hizo una pausa, miró a su Padre y suavemente dijo: “no se necesita
hacer nada más, lo he hecho todo”.
El juez levantó su poderosa mano y golpeando la mesa
fuertemente, las siguientes palabras salieron de sus labios: “Este hombre es
libre, el castigo para él ha sido pagado en su totalidad… caso concluido”.
Cuando mi Salvador me conducía fuera de la Corte, pude
oír a Satanás protestando enfurecido: “No me rendiré jamás, ganaré el próximo
juicio”.
Cuando Jesús me daba instrucciones hacia dónde me debía
dirigir, le pregunté: “¿ha perdido algún caso?”. Cristo sonrío amorosamente y
dijo: “Todo aquel que ha recurrido a mí para que lo represente, ha obtenido el
mismo veredicto tuyo. Pagado en su totalidad”.
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