Hace varios veranos, 48 parientes, nos reunimos para
festejar las bodas de oro de mis padres. Reunirme así con tantos parientes me incitó
a reflexionar acerca de la unión familiar, pero sobre todo, acerca de la
gran diferencia que existe entre tener una familia y no tenerla.
Para muchos de nosotros, la familia es algo fuera de
moda. Toleramos a nuestros padres en visitas esporádicas; no
entendemos a nuestros hijos, y nos sentimos mejor y más seguros cuando estamos
con nuestros amigos y con gente de nuestra misma edad.
Al fin y al cabo, nuestros parientes nos conocen
demasiado bien… Del tío Avery aprendí a decir mi primera palabra (“¡No!”), y la
tía Katherine me dio mi primera tunda (“Si no dejas de llorar
inmediatamente te daré un buen motivo para que llores”). Mi padre tenía otras
tres hermanas y un hermano, además del tío Avery y de la tía Katherine.
Todos ellos crecieron en una casa grande, de dos pisos,
con cinco dormitorios, un pasamanos para deslizarse por él, un armario
para guardar sábanas y mantelería para poder esconderse, un arcón lleno
de muñecas de porcelana rotas, y un granero que fue destruido por un incendio
cuando yo tenía diez años.
Siempre que íbamos a pasar allá las vacaciones
veraniegas, todos los primos solíamos sentarnos alrededor de los tíos y tías, y
les escuchábamos contar incidentes de cuando eran jóvenes.
Pero todos y cada uno de los miembros de la familia
podían estar seguros de que jamás se hablaría mal de ellos.
Hacía más de 20 años que no había visto a estos tíos y tías; sin embargo, ese verano parecía no haber cambiado. La diminuta tía Martha, psicóloga de profesión, aún lucía elegante, con el pelo rizado y sus esplendorosas blusas de seda. Por su parte, Louisa, la benjamina de la familia, de 66 abriles, todavía conservaba, a pesar de su larga carrera como maestra de matemáticas en uno de los peores barrios, aquella dulce sonrisa de niña inocente que yo recordaba. Katherine, la mayor, acababa de jubilarse, después de haber dedicado 50 de sus 80 años de vida a la enseñanza, y a guiar grupos de turistas a Europa.
Los tíos tampoco habían cambiado; tan sólo habían bajado
de peso, papá había reducido 14 kilos, hasta alcanzar el peso que tenía cuando
se casó. El tío Avery, mi favorito y el preferido de todos, también había
adelgazado, pero por una razón mucho más triste: había emprendido una lucha
contra el cáncer en los huesos.
Los primos, por nuestra parte, no pensábamos en la
eternidad. Estábamos demasiado ocupados haciéndonos lugar en un mundo muy
distinto al de nuestros padres. Pero, al mismo tiempo, nos intrigaba averiguar
cómo eran ellos en realidad. Todos conocíamos fragmentos de la historia…
conversaciones y anécdotas escuchadas aquí y allá. Era como un rompecabezas que
intentábamos armar.
Comentamos con entusiasmo ser descendientes de una abuela
que tuvo siete hijos, enterró a dos y logró imbuir en los demás el ansia
de adquirir conocimientos —todo ello en una época en la que el control de la
natalidad no era una opción —, y de un abuelo irascible que vivió hasta
los 94 inviernos.
Los hermanos y
hermanas tomaron fotografías de todo y de todos, en interminables grupos: de la
familia que proveníamos y de la que habíamos formado.
Insistían en que podían identificar perfectamente a cada
uno de nosotros, por el parecido físico. Todos nos parecíamos a ellos, a
nuestros padres o a nuestros abuelos. Esto era una prueba, dijeron, de que en realidad
nada se había perdido; tan sólo había ido pasando de una a otra generación.
La celebración de las bodas de oro culminó con un
banquete presidido por los hermanos y hermanas en la mesa principal,
durante el cual todos comimos doble ración.
Nosotros, los primos, lo observábamos todo. Estábamos
aprendiendo el mensaje de la familia; sabíamos que muy pronto nos tocaría estar
ahí, y que los que ahora presidían la mesa también habían tenido alguna
vez diez años y se habían divertido clavando navajas en la tierra; que cada uno
de los que en este momento tomábamos dulcemente la mano de nuestra novia debajo
de la mesa, algún día estaríamos solos.
Aprendimos también, quizá, que en el intento de llegar a
ser lo que nuestros padres no eran, habíamos perdido algo de lo que sí eran.
Nos imaginé a mis tres hermanas y a mí en una reunión
familiar futura.
Sería igual a ésta. Existiría lo mismo entre nosotros: el
amor y las viejas rencillas, la empatía y las uniones malogradas,
y nos contaríamos unos a otros todas aquellas viejas historias acerca de lo que
solíamos hacer.
Al final, cuando Charles y Evelyn, los festejados,
partieron el enorme pastel de bodas blanco y amarillo, y todos nos pusimos de
pie para brindar a su salud con nuestros vasos de té helado, no pudimos evitar
que las lágrimas asomaran a nuestros ojos, y lloramos de alegría por su unión,
y por la nuestra.
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